Gog de una tarde












No voy nunca a visitar estudios de artistas. Porque me aburro; porque no sé qué decir; porque se encuentran casi siempre las mismas cosas; porque todos ven en mí únicamente al que regala cheques, al mecenas incompetente y fácil de engañar.
Pero el otro día me dejé tentar por un escultor checoslovaco, jovencísimo, desconocido,
albino, que se llama Matiegka.
—Venga —me dijo—. Verá lo que no podrá ver en ningún museo, en ninguna exposición del
mundo. He creado, después de miles de años, una escultura nueva, no realizada jamás por nadie.
Cuando salió a abrirme me hizo pasar a una habitación más alta que larga —una especie de
pozo con techo de cristal— y sin ventanas. Fuera de algunas sillas y una especie de trípode de
hierro en el centro, la habitación estaba vacía; ni yesos, ni bocetos, ni mármoles, nada que revelase el estudio de un escultor.
—¿Trabaja usted aquí?
—Trabajo aquí —contestó Matiegka—. Siéntese y confiese su sorpresa. Ya le dije, sin embargo, que había aprendido a crear lo «nunca visto». ¡Yo también soy escultor! Pero no al modo grosero de todos. La antigua escultura, maciza y pesada, herencia de los egipcios y de los asirios, ha perdido ya toda su actualidad. Correspondía a una civilización religiosa, monárquica, lenta, primitiva. Ahora somos ascetas, anárquicos, dinámicos, cinemáticos. La escultura debe cambiar también. Fabricar estatuas en mármol, en piedra, en bronce —aunque no sea más que en plata o en madera — sería, ahora, como viajar en los carros de los faraones o vestirse con la armadura de Bayardo. Es necesario, ante todo, cambiar la materia. Modelar estatuas de nieve, como hizo Miguel Ángel en el patio del Palacio de los Médicis, o de cera, como ha hecho Medardo Rosso, era ya un progreso, pero demasiado tímido. ¿No ha observado nunca a los niños, en las playas del mar, cuando construyen figuras de arena? ¿No se le ha ocurrido nunca observar a un artista vendedor de helados que esculpe en la crema y en el hielo? Éstos han sido mis maestros. »La única solución plástica posible consiste en pasar de la inmovilidad a lo efímero. El arte más perfecto, la música, late, pasa y desaparece. El sonido es instantáneo, no perdura, y, sin embargo, es potentísimo. Si todas las artes aspiran a la música, incluso la escultura debe aproximarse a aquella divina cosa pasajera. Le daré ahora mismo el ejemplo.
Al decir esto, Matiegka, con sus manos delicadas, destapó el trípode que se hallaba en medio
del estudio y colocó en él una pasta negruzca a la que prendió fuego. Una columna densa y espesa
de humo se alzó, rectilínea, sobre el brasero. El fantástico escultor cogió una especie de larga paleta con la mano derecha, luego otra con la izquierda, y comenzó velozmente su trabajo, girando en torno al globo alargado de humo, ayudándose, además de los instrumentos, con los brazos y con el aliento. En menos de un minuto, la oscura columna había adquirido el aspecto de una figura humana, de un fantasma amarillo que a cada instante amenazaba con esfumarse. La masa se había redondeado en la cúspide hasta parecer una cabeza, y, con un poco de buena voluntad, se podían distinguir una veleidad de nariz y el conato de una barbilla. El humo, espeso y graso, como el que sale de las viejas locomotoras en reposo, se dejaba cortar por los mordiscos reiterados de las paletas. Matiegka, palidísimo, se movía como un condenado; arrojaba el humo que amenazaba confundir las dos piernas, soplaba ligeramente sobre los hombros de la aérea estatua para hacerlos más verosímiles, o alejaba el alón humeante que impedía definir las líneas de la obra. Finalmente se separó de su obra, se acercó a mí y gritó:
— ¡Mire! ¡De prisa! ¡Imprima la forma en su memoria! ¡Dentro de pocos segundos la estatua
se desvanecerá como una melodía que acaba!
Y realmente, poco a poco, el humo, alargándose, la deformaba; el fantasma se deshizo, se
disolvió en una niebla oscura que, lentamente, desaparecía por una abertura de la claraboya.
— ¡La obra maestra ha muerto como mueren todas las obras maestras! —exclamó
Matiegka—. ¿Qué importa? Puedo volver a hacer cuantas quiera. Cada obra es única y debe bastar
para la alegría de un momento único. Que una estatua dure diez siglos o diez segundos, ¿qué
diferencia hay con relación a la eternidad, qué diferencia si tanto aquella de mármol como esta de humo, deben, al final, desaparecer?
Dejé a Matiegka entregado a su entusiasmo, después de haber alabado como mejor supe la
innegable originalidad de su arte.
Cuando volvía al hotel pensaba para mí mismo que la nueva escultura tiene, para los mecenas económicos, un mérito enorme; no puede ser conservada ni transportada, y, por tanto, no puede ser tampoco comprada.
***
Giovanni Papini. (1881-1956) Escritor italiano, maestro del cuento, admirado por Borges y crítico de la Italia de su generación. Negó a Hamlet y a la Comedia; ateo y fascista al principio de su vida, católico al final, Papini sentó las bases de la narrativa moderna. El relato incluido aquí fue tomado de Gog (1922).
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Comentarios

  1. Excelente arte fotográfico que recrea siluetas de cuerpos fascinantes y el texto que acompaña la muestra muy bueno.

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